domingo, 2 de marzo de 2008

Les Éphémères o la cinta de Moebius, por Liliana B. López


El espectáculo exhibido en ocasión del VI Festival Internacional de Buenos Aires, Les Éphémères, del Théâtre du Soleil[1] (2007), tuvo una descomunal repercusión en los medios locales (gráficos, sitios web), en exposiciones académicas, privadas, y en ese termómetro infalible que son las conversaciones informales entre los habituales asistentes del teatro porteño, que suelen denominarse “boca a boca”. El fenómeno me impacta más por el desmesurado eco, que por el hecho teatral mismo; esto me obliga a preguntarme sobre lo que habré dejado de percibir durante las ocho horas de duración del espectáculo. Como tengo la firme convicción acerca de que la subjetividad del crítico debe manifestarse en su escritura, pero también que esta debe ser una subjetividad sistémica, quiero saldar aquí una deuda pendiente: la crítica no debe escribir sólo de aquello que le apasiona (lujo que he venido practicado asiduamente, por el privilegio del azar) sino de aquel objeto que le ofrece resistencia.

El teatro no es sólo lo que transcurre en el espacio escénico sino que hay que considerar, además, la sala, los espectadores, la relación espacio-sala, la extraescena, la temporalidad, entre otros aspectos.

La percepción de la temporalidad es una de las cuestiones más complejas, y ha sido abordada desde la filosofía, el psicoanálisis, la física, la estética, la historia; habría que pensarlo al revés, que es materia de toda disciplina. En el teatro, el tiempo se divide en dos grandes áreas: el tiempo ficcional, de la historia o de lo representado y el tiempo de la representación. Pueden coincidir en sincronía, aunque lo más frecuente es que el tiempo de la ficción sea más extenso que el de la representación. Por suerte, no es lo que sucede en este espectáculo, ya que las elipsis retrotraen la historia a la infancia (y aún antes) de algunos, de muchos de los personajes, a la manera de las sagas familiares y los folletines decimonónicos. Afortunadamente, porque ocho horas de representación, aún con intervalos, puede resultar un exceso, al menos para mi percepción subjetiva del tiempo. Aunque me animo a sugerir, que ocho horas de tiempo “objetivo”, constituyen una porción nada despreciable de tiempo cronológico, dado que somos seres efímeros por naturaleza y porque es lo que el espectáculo sostiene.

La fragilidad de la existencia humana (esa sería su moraleja, a mi entender), habría de deducirse de esos fragmentos o “tranches de vie” sobre plataformas móviles (lo que parece que no es un detalle menor). En el tercer o cuarto intervalo, comenté que la estética me parecía antigua, un naturalismo teatral en estado puro, excepto por las plataformas, a lo que una colega, tan embelesada con la obra como el resto del público, me amonestó: “Pero es con las plataformas”. Lo que es rigurosamente cierto. Y entonces, me pareció posible una conexión con el teatro medieval. Sus características sobresalientes (dejando de lado los contenidos, predominantemente religiosos) eran el gigantismo y la fragmentación: podían durar desde cuatro a veinticinco días (como Jeu de l´Adam o La Passion d´Arras).

El teatro religioso durante la Edad Media también perseguía la verosimilitud; claro que ese verosímil apelaba a un código simbólico (diablos y santos, Paraíso e Infierno verosímiles) yuxtapuesto al código cotidiano (mundo terrenal). De igual forma, era episódico: cada una de las “escenas” bíblicas o hagiográficas podían ser vistas durante las procesiones, que se detenían detenían en las mansiones. Estas “moradas” podían, al igual que el espectáculo del Théâtre du Soleil, ser utilizadas sucesivamente. O, mediante algunos cambios, representar otro espacio. En Inglaterra existía la variante de los carros (pageants) que circulaban por el espacio público. El teatro medieval posibilitaba un aprendizaje simbólico, mediante la representación de la visión de mundo única proporcionada por la institución religiosa dominante, un procedimiento que Bertolt Brecht supo aprovechar en su teatro épico para objetivar las contradicciones del capitalismo.

Sin embargo, hay dos diferencias: la primera, es que en el mundo medieval, no estaba delimitada la frontera entre actores y espectadores, ya que se alternaban, y todos se desplazaban. En el espacio del Centro Municipal de Exposiciones, hay separación neta, aunque al rotar las plataformas, quede disuelta parcialmente la frontalidad. La segunda, corresponde al mundo representado, que es exclusivamente secular. Micromundos privados (livings, dormitorios, jardines) o públicos (playa, oficinas, hospitales): en el espectáculo de la vida privada, pueden leerse los signos de la vida social, con predominio del estrato pequeño burgués. Con sus miserias y sus heroísmos anónimos, provistos de tecnología pero incomunicados, sus microhistorias se deslizan como en una cinta de Moebius, hasta desaparecer detrás de la torsión última, sin la certeza de los hombres medievales (pero tampoco el temor) por el más allá. Efímeros, pero con plataformas.


[1] Ficha técnica: Propuesta: Ariane Mnouhkine; música: Jean-Jacques Lemêtre. Espacio: Ariane Mnouhkine. Se estrenó el 27 de diciembre de 2006 en el Théâtre du Soleil en la Cartoucherie, Paris.