martes, 22 de enero de 2008

El espectador involucrado (por Gerardo Camilletti)



No estoy seguro de preguntar si algunos espectáculos ubican al espectador en un lugar inhabitual o si en algunos espectáculos, los espectadores deciden quebrar el límite que los excluiría normalmente de la representación. Lo cierto es que, al romperse la frontera entre producción y recepción, se pone en crisis el carácter teatral del espectáculo. Esto no es, por cierto, un hecho desafortunado para el teatro, sencillamente, se produce una reconfiguración del espectador, del teatro y, también, una posibilidad de reformular el concepto de teatralidad.

En espectáculos como Y nada más de Alejandro Tantanián, El orín come el hierro, el agua come las piedras o los sueños de AliciaS de Emilio García Whebi, Manifiesto de niños del Periférico de Objetos, y algunos otros, en los que el espectador no sólo observa sino que asiste como parte del espectáculo, los límites de lo ficcional exceden la obra e involucran el plano de lo externo, o sea, lo que no sería parte del texto-obra. En espectáculos como estos se produce un deshacimiento de la localización del espectador que, por las posiciones que va ocupando (no sólo físicamente), se territorializa y desterritorializa intermitentemente y muchas veces queda conformado en un territorio que pertenece al orden de lo espectacular. Ahora bien, cuando tal frontera se hace imperceptible o se borra directamente, ¿cómo entender la naturaleza de ese acontecimiento? No es una pregunta por la clasificación, es una pregunta por el funcionamiento. Sin entrar en un intento de establecer diferencias entre teatro, performance, instalación, intervención, happening, etc, propongo ver estos fenómenos como formas de ceremonias.

Antes de continuar, parece necesario aclarar que no pretendo ver cierto carácter religioso o algo por el estilo sino que intento observar comparativamente lo que ocurre en ciertas celebraciones con lo que ocurre en algunos espectáculos y establecer algunas diferencias como por ejemplo, entender apriorísticamente que en el primer caso la vivencia “real” de lo extracotidiano tiene que ver con una cuestión de fe, de sistemas de creencias que no se ponen en duda y en el segundo caso, es posible que esta situación análoga, la vivencia “real” de lo extracotidiano, tenga que ver con un contexto determinado, además de los procedimientos del espectáculo que permitirían poner al espectador en una situación de no-espectador.

Lejos de observar experiencias místicas, me centro en el aspecto envolvente de los espectáculos en donde el acuerdo va más allá de la denegación, o sea, más allá de aceptar momentáneamente lo que se observa como real sabiendo en todo momento que lo que ocurre no es verdad; muy lejos también de pensar en el espectáculo como ceremonia en cuanto acontecimiento social o vivencia conjunta de un hecho estético. Son, ciertamente, espectáculos en los que actores y público configuran en conjunto una realidad, con características estéticas, claro, pero una realidad que no se desprende de lo cierto sino que aparecería como “eso” que es real pero no habitual, no cotidiano y no por ello ficcional. Como en las ceremonias religiosas.

Quienes practican devotamente una religión no tienen mayores dudas acerca de la realidad extracotidiana de la que participan en una celebración religiosa, del carácter real de esa experiencia. Es improbable que no se impliquen en la celebración, que observen ajenos a eso; si así ocurriera, si su lugar quedaría restringido a un espacio de observación de “lo otro”, estarían ubicándose en el lugar de espectador teatral tradicional y adjudicarían así un carácter ciertamente ficcional al evento.

Sin entrar en la discusión acerca del concepto de representación cuyo uso limitaré al de “sustitución de una cosa por otra ausente”, vale tener en cuenta algunas distinciones. En general cuando se habla de representación, se la asocia a la idea de ficción y, es claro para cualquiera, que una representación de algo es ficción si lo sustituido tiene su referente en lo imaginario. Pero en espectáculos como los mencionados arriba, todo esto pareciera volverse a confundir. Dejemos de lado aquellos espectáculos en los que es evidente la teatralidad en cuanto a la diferenciación del espacio del espectador y el espacio de la representación, entre actor y personaje, entre actor y público, entre tiempo real y tiempo representado, y todo eso de lo que ya sabemos. Si bien lo que se representa “trae al presente” algo que no está y, por lo tanto, lo que se percibe es algo así como la imagen o el fantasma de lo ausente, eso que “no está” sino sustituido, es real. El sustituto asume una forma tal que queda en el límite entre lo real y lo fantasmagórico, pero no necesariamente imaginario, es decir, no necesariamente es el producto de la fantasía (vale recordar que una de las acepciones de la palabra “fantasía” para la RAE es: Facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes las cosas pasadas o lejanas, de representar las ideales en forma sensible o de idealizar las reales.”).

Por lo tanto, si el espectador es parte de la realidad acontecida en el marco del espectáculo, se transforma en parte del texto y, a su vez, si es capaz de producir textualidad, quedará indudablemente en un lugar fronterizo desde donde tendrá que vérselas para poder construir un discurso acerca de lo que vio que será, por supuesto, también un discurso acerca de sí mismo.

Por ejemplificar brevemente, podríamos revisar qué es lo que ocurre en Y nada más de Alejandro Tantanián. El espectáculo gira en torno de la figura de Marina Tsvietáieva y, a pesar de ser presentado desde el programa de mano como “Un retrato de Marina Tsvietáieva, poeta (Moscú, 1892 –Yelabuga, 1941)”, los actores, además de hacerse cargo de textos de la poeta y de recuperar en el relato algunos datos biográficos, también presentan aspectos de sus propias biografías. Desde el principio, una de las actrices saluda de manera directa al público aclara que lo que se va a ver no es teatro; a pesar de poder ser tomado como una broma, una especie de ironía, realmente el espectáculo comienza a perder su apariencia de texto externo al espectador y, reforzado por la disposición espacial y la ubicación de actores y público, se configura lo que podríamos llamar una ceremonia. No sólo la ceremonia tiene que ver con traer al presente a Marina Tsvietáieva sino con re-presentar el pasado de los actores, en cuyo discurso se implica al espectador esperando asentimientos, respuestas físicas, reconocimientos de lugares y experiencias comunes. Si el hilo conductor tiene que ver con la vida y la correspondencia amorosa de la poeta, ese hilo va siendo entretejido con el relato autobiográfico de los actores y el que cada espectador agrega desde esos lugares comunes del recuerdo, de la rememoración. Tal rememoración, (al igual que las rememoraciones en las celebraciones religiosas), ponen al espectador en un lugar de participación que anula la frontera que divide ficción de realidad, ubicándolo así en el territorio del texto, configurando un mapa en el que Marina es vista en relación con los actores y viceversa y también el espectador es visto en relación con esto. En este caso, la celebración tiene que ver con el recuerdo, con la infancia, el amor, la soledad, pero cabe aclarar que no son tópicos transitados en Y nada más como los lugares comunes de identificación sino como aquellos lugares comunes que permiten la participación, la con-memoración.

De ahí que surja el inconveniente para elaborar un discurso crítico tradicional, es decir, un discurso en el que el crítico se supone ajeno y hasta “por encima” del espectáculo.

Estos lugares de “incomodidad” para el crítico, se me ocurren, al contrario, lugares de una enorme posibilidad de reflexión y escritura, ya que, sin caer en un discurso meramente sensible, impresionista, es posible elaborar un discurso subjetivo, por qué no poético, sin que por ello se pierda de vista o se deje de dar cuenta del espectáculo. Cuando pensé en el título para este artículo, me vi tentado a inventar alguna palabreja que diera cuenta del tipo de recepción de la que quería hablar, pero tal neologismo tenía que implicar “incorporado” “cómplice” “copartícipe” “coautor” “envuelto” “ligado”, y observé que en la lista de la que sacaría una especie de centauro lingüístico, todos los términos estaban relacionados con formas de vinculación social, de carácter casi político, por último, decidí usar “involucrado” porque creo que a fin de cuentas, el teatro (al menos el que utilicé como ejemplo) sigue siendo como en el siglo V aC, una cuestión de la polis, parte de una celebración en la que todos están implicados o involucrados en una misma creencia.

Finalmente, no creo que sea posible eludir una mínima alusión al contexto, sobre todo después del párrafo anterior. Si bien, las características de este espectáculo como la de otros mencionados no son la novedad que trae el siglo XXI, se puede pensar que tampoco es casual que en un contexto en donde los puntos de vista, la experiencia con las localizaciones del receptor respecto tanto de experiencias estéticas como de experiencias comunicativas cotidianas, permiten comprender naturalmente que los espacios desde donde se mira, los puntos de vista, son de una inestabilidad llamativa. Inestabilidad que, lejos de ponernos en situación de angustia, alienta a celebrar poder dejar de ver siempre con los mismos ojos.